La Zamba Lentín era una mulata que vivía en una quinta de paredes desgastadas. Podía cocinar con cinco soles para su mamá, su hermanito y su abuela. Trabajaba por las noches en una chicharronería en el sur. Se ausentaba los fines de semana pues, eran los días donde más negocio había. Atendía a los clientes, ayudaba en la limpieza y la cocina. Su último enamorado murió de un infarto cuando ambos intercambiaban fluidos en una habitación de un hostal con nombre zodiacal. Ella robaba parte de los chicharrones y se los daba a él, un mestizo flaco que apenas si podía con su alma y recitar el alfabeto completo. Ellos se alimentaban de noche con dicho manjar.
Ella, con su metro ochenta y dos y él, con su metro sesenta y tres creaban posiciones extra terrenales y podían verse desde la ventana de su habitación, cómo salían luces cada vez que ella tenía un orgasmo. El aroma a canela y cebollas se mezclaban en el cuarto después del amor y ella le llevaba la comida a la cama. La Zamba llegaba a casa, dormía y preparaba comida para su familia, apenas si le quedaba algo de dinero porque solventaba la economía amorosa de su amante y él apenas si ganaba algo como obrero en la mina. Su hermanito se dedicaba al fútbol y como buen futbolista empezó metiéndose con las prostitutas de su barrio para después meterse con una blanquiñosa de otro. Conoció las drogas y otros vicios quedando truncada su vida. La zamba enterró a su abuela en el cementerio municipal. Ella murió de risa, cuando al entrar a su casa un delincuente semidesnudo la obligó a tirarse al suelo, bajarse las bragas y no gritar. La abuelita no pudo resistirse y volteó para ver a su verdugo pero al verlo con el pantalón abajo, Maura, la abuela, vio toda su humanidad sin ropa y su insignificante virilidad erecta. La abuelita rompió en risas y el desdichado asaltante no soportó que otra víctima se vuelva a burlar de él. La carcajada desesperada de Maura atormentaron al hombre de dos metros y él apretó su cuello hasta sentir que las vértebras se le incrustaban en sus manos. Era un cadáver feliz, porque hasta en su propio féretro, ni la zamba ni su mamá pudieron quitarle la sonrisa de la cara, ni con masajes ni con pomadas. Fueron apenas tres cuervos y seis familiares vivos a su entierro.
Su mamá conoció a un Argentino y se fue con él en un crucero. Meses después ella volvía más argentina que Evita Perón y le traía a la zamba ropa exclusiva. La zamba quimbosa cambió de casa, ya usaba desodorante pero seguía en la chicharronería. Marcial, su enamorado, la vio con ojos más libidinosos al oler la nueva fragancia que su cuerpo desprendía, sí… era jabón y desodorante. Ahora en su nueva casa, las luces de la habitación eran más coloridas y psicodélicas, Marcial había renunciado a la mina por presentar principios de tuberculosis y se fue donde la zamba para que lo cuide pues los chicharrones eran su deleite. Un catorce de febrero ambos quisieron experimentar rituales antiguos y volver al viejo hostal. Chicharrones en medio del sexo, comer y llegar al orgasmo. Cuando la zamba estaba por llegar al clímax y Marcial comía los chicharrones en pleno acto, un infarto fulminante apagó la vida del escuálido amante. Ella lo enterró al costado de su abuela y plantó cebollas en su tumba. Su hermano cumplía entonces ocho meses de prisión efectiva por dispararle a un pandillero afuera de una fiesta y su mamá se llevó a la zamba a Argentina para poner un negocio de chicharrones. Su mamá enviudó dudosamente.
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